La expulsión del paraiso




“La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!”

Paisaje de la multitud que vomita. Federico García Lorca


Después de esperar 30 minutos en el paradero Portal Norte, llegó el bus articulado. Entré en medio de la multitud de personas, nos empujamos según costumbre en estas horas pico (y en las demás). Yo como las otras personas me lancé a ese agujero que abre la puerta automática, a cuerpo limpio me abrí paso pero no alcancé el anhelado puesto, tendría que irme de pie la media hora que dura este transporte para llegar a la calle 45. Logré hacerme en el centro del bus, me recosté en el fuelle central, cerré los ojos, me adormilé. Oía el murmullo de la gente, poco a poco se intensificaba hasta que se convirtió en una algarabía insoportable. Abrí los ojos, me sorprendí aunque no tenía por qué hacerlo, era previsible que el bus estuviera atestado de gente. “Me pasa por apresurada, debía haber esperado otro o irme en otra ruta”. Esto se ha vuelto norma en los viajes de bus masivo, sin embargo, es molesto viajar cuerpo a cuerpo con los fluidos del otro en espalda y pecho. Quise mirar por la ventana pero la cantidad de personas no permitía hacerlo, sentí asfixia, quería bajarme. Me fijé en el monitor de información de las paradas, no funcionaba, tampoco estaba apagado sino que pasaba una línea recta. “Se le fundió el corazón”. Me reí.
El bus paró, quise dirigirme a la salida, no pude, no tenía como moverme desde donde estaba. Me pare en puntas para ver en cuál estación íbamos. Una ráfaga de gente subió, me sentí más apretada que antes. Dije murmurando “¿Qué pasa? ¿Por qué no se baja la gente, solo se suben? ¿Todos irán como yo a la 45?”. Traté de calmarme, entrecerré los ojos, sentí respiraciones agitadas en mis oídos. “Voy a bajarme como sea en la próxima estación”. Empecé a pedir permiso para pasar, “Perdón, perdón ¿puedo pasar?”. Solo pude avanzar un cuerpo, el calor se hacía insoportable. Dije casi gritando, “quiero bajar, denme permiso, señor deme permiso”. Este dijo, “yo también voy a bajar, tranquila, vamos los dos”. Se detuvo el bus, el señor y yo quisimos alcanzar la puerta pero el torbellino humano nos hundió más. “Qué pasa no puedo salir, no hemos podido bajar, ¡espere!”, grité al conductor. Las puertas se volvieron a cerrar.
Empecé a llorar, dije a mi compañero de salida, “esto no puede estar pasando, no puedo respirar, estoy en una pesadilla”. El señor dijo, “cálmese, en la otra estación podremos bajarnos.” El calor no era soportable, sudábamos, ese olor entraba como látigo en las narices. Sentí que iba vomitar, en efecto la señora del lado estaba haciéndolo, presentí que todas las albóndigas de la mañana saldrían por mi boca en cualquier momento. El señor que me acompañaba empezó a limpiar su vestido, yo no había aguantado. Tenía tanta pena que no quería mirarlo. Él sacó un pañuelo, lo pasó por mi nariz y boca, su aroma era refrescante. Alcé mis ojos y me hizo una mirada de complicidad. “Tenemos que calmarnos, no podemos hacer nada, estamos atrapados”.

Por intervalos oía el llanto acompasado de unos niños, uno se callaba y el otro empezaba. “Señor dígame ¿en cuál estación estamos? “ Se empinó y dijo, “En la calle 72. Qué extrañó no hay gente en la estación. Está apacible”. Me carcajee, “seguramente todos los bogotanos se subieron en este bus”, dije. Él me acompañó con sus risas. “Gire la cabeza, tal vez pueda respirar mejor”, aseguro. Me dolían los pies y la cintura. “Tengo esta botella de agua, póngase un poco en la cabeza” dijo con voz baja. Mojé mis manos y me las pase por la cara y cuello, humedecí mis labios. “Gracias, usted es muy amable”, dije perturbada.
Avanzamos algunos pasos a la puerta, “lo estamos logrando”, susurró. Me gustó su optimismo, pensé que me hubiera gustado conocerlo en otras condiciones. En estas, yo estaba vomitada y fea. A la lista había que sumarle despeinada pues mi pelo se enganchó en un botón y luego en una sombrilla. Quedó enmarañado. Al acércanos al paradero, el hombre dijo que nos agacháramos. Nos fuimos gateando. Él me dejó ir de primeras. La gente maldecía, murmuraba, nos insultaban. Estábamos cerca de la salida. Las puertas se abrieron, se escucharon los gritos de un lado y otro, unos, “dejen salir” y los otros, “dejen entrar”. Entre todos se hizo una avalancha humana que nuevamente penetró hacia el centro del bus. En este vomito de gente fue arrastrado el señor, la masa humana se lo tragaba. Yo estaba con una rodilla en el borde de la salida. Sin embargo volteé a mirarlo, vi su cara afligida desaparecer entre piernas, rodillas, pantalones y medias veladas. Pude haber salido pero me devolví, no podía dejarlo allí. Me incorporé, cuerpo a cuerpo luché, pisé, codeé, estrujé e insulté. Halé el vestido del hombre, me quedé con sus mangas, no obstante logré tomar una de sus manos. Con una fuerza que no sé cómo la obtuve fui logrando avanzar a su codo, en mi trabajo de partera divise su cabeza, tome los sobacos y halé, él hizo fuerza con sus pies. Sentimos estremecerse el bus, un extraño estragamiento se apodero de ese vientre de lata, la turba estaba alterada, los fluidos se agitaban, iban, venían, se contraían. Se concentraron de tal forma que hubo una explosión de líquidos y fuimos lanzados del bus por la puerta que se abrió guturalmente. Caímos de bruces en la estación, olorosos, desaliñados y harapientos. Nos miramos tímidos en señal de reconocimiento, supimos con íntima convicción que ese día era el primero de otra época.

Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. La empatía generada por la narración logra desprenderme una sonrisa al saber que hemos pasado por esos mismos tractos digestivos de nuestro trasmi, casi que a diario...
    Francy Olmos :)
    Mis afectos Maestra!

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  3. Los que pasamos por esa maravillosa experiencia del trasmi, aunque sea una vez en la vida, en estas letras, remembramos desde una perspectiva heroica que nos redime una sonrisa

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