El trabajo: un sentido de vida en la tercera edad A Silenia


El trabajo: un sentido de vida en la tercera edad
A Silenia
Por Clara Inés Cuervo Mondragón

En mi barrio hay muchas personas de tercera edad. La mayoría de ellas son pensionadas y se pasan el día viendo televisión, conversando en la puerta o mirando por la ventana. Digo esto porque cuando paso por delante de su casa con mis dos perras Golden retriever, siento sus miradas de reproche. Si alguna de ellas se orina, me golpean por la ventana, aún más si se les ocurre hacer sus otras necesidades, abren la ventana y  dicen a voz en cuello: “no permita que caguen ahí”, yo les muestro la bolsa, pero no se detienen en su perorata.  A varios de ellos los conocí más jóvenes,  cuando no se habían pensionado. Al hacerlo,  de forma increíble envejecieron, en el sentido más abyecto de la palabra.
Ahora, estos vecinos deambulan como sombras. Aquel, que fue gerente de banco, sale en pantuflas a recoger el periódico que le obsequian  a la entrada del barrio; camina cojeando, encorvado, con barba de muchos días. La señora, que administró un restaurante por mucho tiempo y  que no tenía quebrantos de salud, me cuenta las mil y una enfermedades que le aparecieron. Se siente temerosa pues además de pensionarse, se separó. Ella y su esposo no se aguantaban en la misma casa por las 24 horas del día. Esa otra pareja de esposos que caminan, todos los días, por la misma calle y a la misma hora se les ve silenciosos. Al parecer se sienten satisfechos pero cuando te  tomas un  tinto con ellos, comprendes que tienen una vida de días y días de televisión;  la señora cocina y balbucea su desesperación por verlo tendido en la cama sin hacer nada más que comer y cambiar de canal. Ella ya no se pinta el pelo ni sonríe. Me dice “ya estamos viviendo de más”. Está muy triste, se le nota en el vestido y el rostro apagado. Ahora bien, a veces no vuelvo a ver a alguno de mis vecinos y cuando pregunto por ellos, me cuentan que los hijos se lo llevaron a una casa geriátrica a que los cuiden porque ellos no se pueden valer por sí mismos y menos ser autónomos, me cuentan.  
¿Qué les pasa a mis vecinos?  ¿Por qué  están cansados de la vida?  ¿Por qué se sienten enfermos,  tristes, feos, desarreglados y poco atractivos? ¿Por qué sus minutos de vida los pierden ensimismados en la televisión: realitys, juegos, telenovelas mexicanas  o colombianas y shows estilo “Laura en América”?  ¿Por qué mis vecinos no recuerdan lo que han hecho ni continúan su vida?  ¿Por qué su sentido de vida es solo el “trabajo”?,  ¿Por qué creen que  la vejez  es “fealdad, inactividad, degeneración y fracaso moral”?.
Esto me cuestiona pues me queda una década o un poco más para ser una persona mayor. ¿Esta es la vida que me depara la tercera edad? Siento escalofrío de verme abocada a esta situación. Sin embargo, me dura poco dicha emoción pues frente a este panorama,  hay una figura distinta, mi tía. Ella es una señora de 86 años con más edad que varios de mis vecinos y con más vida. Es una persona que contradice la imagen de vejez construida por esta sociedad patriarcal y de consumo.
A mi tía le gusta vivir. Es alegre y dinámica. No está pensionada y trabaja. Sí, mi tía trabaja, es vendedora de una marca reconocida de productos de belleza y está en el círculo de distinción de vendedoras. Gana premios continuamente. Por ello en su casa tiene vajillas, minicomponentes, ollas arroceras, batería de cocina, edredones, juego de sábanas, entre otros.  Estos, también, entran a ser productos para la venta. Es una vendedora imparable. Tú le preguntas por un producto, ella te lo presenta, te da las características esenciales de este y te argumenta por qué lo necesitas.  “Sobrina este edredón hace juego con las cortinas que tienes en tu habitación, recuerda que tenemos que consentirnos,  además este material  es  suave. Te lo doy a precio rebajado, mira cuánto vale en las tiendas y yo te doy un descuento sobre ello. Llévatelo”. Así que al otro día estoy estrenando edredón.
Sus clientes somos familiares o personas que ella conoce en su vida diaria. Por ejemplo,  empleados de almacenes en los que ella va a comprar. Mi tía entra sonriente y  elegante al almacén, con sus vestidos mandados  a confeccionar en telas  crepes compradas en San Andresito San José. Su rostro está maquillado con  base, polvos, sombras, pestañina , lápiz de cejas y labios, y, por supuesto, colorete.  “Sobrina, tus labios deben estar pintados porque hay que darle color al rostro para alegrar la vida”.  Los empleados ven entrar a esta señora y la atienden solícitos. Ella saluda, mira los productos,  halaga unos,  comenta otros. Los vendedores están al tanto de atender a esta supuesta compradora, entonces de repente mi tía empieza a preguntarles por su vida: “Me imagino que le toca trabajar hasta las siete de la noche,  ¿vive lejos?  Yo también soy usuaria de Transmilenio. Es que usted no se imagina todo lo que me toca también a mí, pero mijita como tiene esas manos, qué producto se aplica, yo creo que tiene que ponerse una humectante con vitamina E, hay unas muy buenas en este folleto, sin compromiso mijita, mire y me cuenta qué quiere, me lo paga dentro de quince días”. Pues la chica le compra y no solo ella, sino la administradora y hasta la dueña del almacén. 
De los clientes de la tía me llaman la atención, los médicos. Ella va, cada quince días, al médico no sólo por salud sino  a trabajar en sus ventas. Los médicos se sorprenden cuando mi tía dice su edad. “ No puede ser , usted revela por mucho 65 años”. Así, entre risas, halagos y familiaridad, ellos terminan por hacer pedidos de colonias, perfumes y muchos otros productos.  Otros clientes son los vigilantes, las empleadas de servicio, los taxistas, los tenderos, la peluquera, entre otros. Esto es: todo aquel que converse con mi tía está pronosticado a ser un cliente de ella.
Así que la tía, contradice la idea de que a los 86 años no podemos  ser trabajadores en esta sociedad amenazante de la oferta y la demanda. En esto es visible, que a ella le gusta ser vendedora, se siente reconocida, sabe hacerlo, es su desarrollo humano.  Así como dice Facundo Cabral: ¨El que hace lo que ama está benditamente condenado al éxito” Entonces quisiera decir a mis vecinos que trabajen en lo que les gusta. Ellos dirán que las empresas no los reciben,  podría argüirles que hay empleos informales como el de la tía, también hay otros que pueden ser autogestionados: cultivar, tejer, pintar, escribir, hacer cartas, ser chef y otros tantos. Trabajos que también se convierten en ocio, entendido este como las acciones que hacemos para formarnos a sí mismos. 
Vecinos, les digo, ustedes pueden desarrollar sus capacidades de interacción,  pensamiento, afectación y acción; continuar su formación humana en esta etapa de la vida en la cual se requiere tiempo para sí mismo. Porque como dice la tía “solo el que se cuida a sí mismo a esta edad comprende la importancia de continuar trabajando”.  Agrega además, “no me pidan que deje de trabajar porque tenga 86 años, yo dejaré de trabajar cuando la vida se me acabe”.






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